Querida D

Por Whitney L. Duncan

Traducción al español por Andrea Bel. Arruti

En este artículo, exploro tanto la intimidad como el distanciamiento de las vinculaciones etnográficas, especialmente aquellas que se han desarrollado durante la pandemia, ya que el trabajo de campo y la investigación etnográfica se han desdibujado aún más de lo habitual en el acompañamiento, la amistad, la defensa y el apoyo mutuo. Durante este tiempo, he tenido problemas con la escritura académica más tradicional; para D y otros, me he encontrado incapaz de reunir estudios de caso o extraer citas de entrevistas, conversaciones y otros intercambios para ilustrar puntos teóricos y empíricos más amplios. Lo que emerge, en cambio, es una especie de carta a D, una reflexión fragmentada sobre sus historias, luchas y puntos de resistencia, entretejida con mis propias experiencias de los mismos periodos de tiempo y de las formas en las que nuestra relación ha evolucionado en los últimos años. El texto considera cómo la pandemia ha transformado el “estar con”, o la convivencia etnográfica: por teléfono; a través de mensajes de WhatsApp; por medio de objetos, alimentos, historias y recuerdos que intercambiamos en breves encuentros con mascarillas de por medio. . . Las precauciones del Covid han aplanado la dimensionalidad en algunos sentidos, pero también han abierto un nuevo espacio para formas de acompañamiento etnográfico, intimidad, imaginación y apoyo. En ese sentido, la pandemia ha iluminado las engarzadas conexiones entre mis interlocutores y yo de formas no anticipadas. Especialmente, dado que ahora realizo investigaciones y actividades de defensa de derechos en la región donde vivo, exploro y comunico la naturaleza aparentemente irresoluble y violenta de la desigualdad que da forma a nuestras diferentes experiencias de vida y que pone a D, su familia y las otras familias con las que trabajo y que están en riesgo elevado—de enfermedad, de ahogamiento, de violencia, de calamidad económica, de invisibilidad, de duelo—todo el tiempo, con o sin pandemia.

Storm over South Table Mountain in Golden, Colorado (Photograph by author)


Primero imagino sus lenguas, la tuya y la de tus hijos, secas como alas de mariposa, cuando les negaron agua en un lugar del que no son.

Llegaste al norte con dos niños a cuestas. Cargando con lo que pudiste, te subiste a autobuses que te llevarían a casa de una tía en Chiapas. No nombras a la tía, pero dices que se enojó cuando no pudiste ganar suficiente dinero para ayudarla.

Hay mucho que no dices de lo que pasó antes de México.

Escucho, prestando atención a tus palabras…

De tu país de origen: tu madre falleció; su ausencia es otra razón por la que no puedes volver.

De tu hermano menor: asaltos, balazos, miedo. Como tú, agarró camino a México.

De tu padre: tú y tu hermana envían lo que pueden para que él no tenga que trabajar…

y luego envías lo que puedes para el entierro de tu hermano.

¿De qué dolor, me pregunto, podrás librarte?

En México conociste a tu esposo y dejaste la casa de tu tía.

Tuvieron tres hijos juntos, nacidos en casa porque los hospitales no te atendieron sin documentos mexicanos.

Aun así, la familia de tu esposo te negó agua para lavarte, para beber. Buscaste ríos y pozos, un bebé bien envuelto en tu pecho por encima de tu vientre embarazado, un niño pequeño atado a tu espalda, los dos niños un poco más grandes agarrados de cada mano.

Antes de que tus suegros recurrieran a las amenazas de muerte (sicarios, escribiste) quitaron la taza del inodoro para que tú y tus hijos tuvieran que ponerse en cuclillas afuera.

Hago una pausa cuando traduzco este detalle en la página de GoFundMe para costear tu abogado de inmigración.

Más tarde, cuando analice mis notas de campo, codificaré esto como:

      motivos de la emigración

      conflicto familiar

      relaciones de parentesco extendidas

      jerarquía de las necesidades

      agresiones a la dignidad, o simplemente

      ¿formas crueles de joder a la gente?

Los niños te suplican que no los hagas volver a ninguno de los dos lugares.

Siete formularios I-589 se encuentran en alguna oficina. Nadie se molesta en darte una cita en la corte, así que esperas.

¿Qué —me preguntas— podría probarlo?— Demostrar tu miedo creíble.

 

Los flotadores

Cruzas el río en una alberca inflable para bebés con cinco niños, tu esposo nadando al lado.

Flotadores de hule rodean tus brazos; sacuden la cabeza de tu bebé mientras lo agarras. Los flotadores chirrían y se pegan cuando los jalas para quitarlos y los ponerlos de nuevo.

Los otros cuatro niños: flotadores pero no voladores.

El río, lleno de estrellas por la noche y fangoso durante el día, se traga a la gente entera sólo para escupirla a las cámaras de los noticieros.

Te pregunto si tenías miedo.

—Confiaba en Dios. Si me ahogaba, era mi hora de irme—. Simplemente.

Así de mucho necesitabas irte.

Durante un mes en la frontera, tú y tu familia encontraron una casa abandonada que ocuparon ilegalmente antes de encontrar el valor para intentar el río.

No mencionas la ocupación ilegal hasta que años después ves un video de familias que buscan refugio en Nuevo Laredo. Recuerdas las bocas secas y las venas henchidas de agua de río.

Encontraste algo de comida enlatada, cosa que suena casi elegante.

Dormiste en el suelo, si es que dormiste.

—También probamos en el albergue, pero nos rechazaron porque mis hijos mayores no tienen documentos mexicanos—.

Tus hijos, ahora con los cuerpos secos y vivos del otro lado, juegan en la habitación contigua, uno en pañales, tambaleándose sobre las rodillas huesudas: meses después el médico te dice que sigue desnutrido.

—No come como los demás—. Su cuerpo no puede aceptar la comida que se le ofrece ahora, después de haber pasado tanto tiempo sin ella.

—Había veces que teníamos suficiente para que mis hijos comieran tortillas con sal, pero a veces ni tortillas teníamos—.

Le sacaron la mitad de los dientes a tu hija después de esa primera visita al dentista en Estados Unidos, pero mi mente todavía está en el Río Grande.

—¿Sabes nadar?—, pregunto. —No, yo no—.

Luego una flor en mi pecho, un puño que se abre de culpa.

Pienso en mi cuerpo de nueve años cargando una sandía engrasada hasta el lado más hondo de la alberca en una fiesta. Qué pesada la sandía en los brazos, qué fuerte hay que patalear esquivando a los demás, cómo flota la sandía cuando por fin la sueltas.

 

El cuerpo recuerda

Nos amontonamos en mi camioneta: tú, tu marido, tus tres hijos menores. Abrocho a dos de ellos en los asientos de coche de mis hijas, apretando bien las correas.

Te desplomas en la tercera fila.

—¿Todos se abrocharon los cinturones?—

Tu esposo parece sorprendido y busca su cinturón de seguridad en el asiento de pasajero.

—La seguridad primero—, digo, y luego me sonrojo. Como si los cinturones de seguridad pudieran mantenerlos a todos a salvo.

En tu bolsa, caramelos para mantener a los niños tranquilos en la corte.

Están nerviosos, aunque esta no es su primera vez frente a un juez, ni será la última.

Los formularios son implacables.

Semanas antes les aconsejé que escribieran toda la información con anticipación, luego me presenté en la casa con bolígrafos nuevos.

Sacaste un cuaderno ordenado, páginas escritas a lápiz llenas de nombres, fechas de nacimiento, fechas de muerte, nombres de calles, nombres de escuelas...

Nos sentamos durante horas en el sótano oscuro que te alquiló tu hermana de la iglesia llenando espacios en blanco, tachando tes, punteando íes, borrando y escribiendo de nuevo, marcando con x los círculos, palomeando casillas, garabateando números página tras página.

Ningún abogado piensa que tienes una oportunidad: ni siquiera quieren aceptar el dinero de GoFundMe.

—¿Qué pasa si les muestro artículos de periódicos? Sobre la violencia allí—.

—Quizás—.

—¿Y si les cuento la vez que le dispararon a mi hermano? —

—Probablemente deberías hacerlo—.

Analizamos los detalles que tendrás que sacar a relucir.

—¿Intentaron matarte?—

—Pensé que lo harían—.

Al principio no surge de forma natural: contar qué te trajo hasta aquí, contar por qué merecerías quedarte.

—No soy buena para hablar—, seguías diciendo, sigues diciendo. —Hay muchas cosas que no entiendo—.

Te haces llamar burra y me estremezco. Odio a quien sea que te enseñó eso.

Dices que no entiendes cómo tu cuerpo aún recuerda.

¿Recuerda qué? No pregunto, sabiendo que la pregunta lleva el momento a cuestas.

Aprendo más sobre lo que tu cuerpo recuerda cuando empiezas a trabajar de noche, tomando el tren al estadio para limpiarlo.

—¿Tienes miedo de tomar el tren de noche?—

—Está bien ahora—, me aseguras. —Ya no tiemblo. Al principio me hacía pensar en los hombres—.

Ahora me envías fotos de tu reflejo en el elevador que te lleva a la boca del estadio a las dos de la madrugada. La mascarilla blanca cubre tu rostro, así que todo lo que veo son tus ojos, el delantal, la botella del aspersor.

El I-589 no menciona lo que el cuerpo recuerda u olvida. La jueza tampoco.

Ella te aconseja que consigas un abogado.

 

Mural by Broderick Flanigan in Santa Fe Arts District, Denver, Colorado (Photograph by author)

 

Sugarman

Me envías una foto: un pequeño frasco de vidrio en tu palma izquierda abierta.

Está oscuro pero puedo distinguir tus uñas rotas y la etiqueta del frasco:

"The Sugarman: jarabe de maple 100% puro".

Escucho el mensaje de voz que has enviado con la foto:

—Es que mire que me han dado de cosas, pero yo no sé para qué es—.

Producto de Estados Unidos y Canadá, producto del tlcan, savia que traspasó fronteras.

Se me hace agua la boca ante la dulzura. Ante la sacarosa, fotosíntesis.

Cruzaste un río amargo, sin orillas melosas.

—Jarabe—, te digo, pero no hay arces de donde tú vienes. En cambio, oliste a salvia: salvia de durazno, salvia de vid azul, mangle y caoba, loto amarillo.

Aquí estás feliz de encontrar plátanos, de freír un huevo en tu hornilla eléctrica.

Aquí los feligreses de una iglesia liberal quieren conocer a los inmigrantes a los que Trump está hostigando.

La iglesia no te dará alojamiento, pero te dará comida y le iba a pagar el alquiler directamente a César, pero no cuando él dijo que no aceptaría cheques: sólo efectivo.

El lugar donde vives después del sótano de tu amiga está en una de las vías más transitadas de la ciudad. Los camiones pasan rugiendo y no puedes escapar del olor a comida rápida.

Carece de cocina y a su letrero le falta una "T". APARMENTS, dice el letrero de afuera pintado a mano. Un motel de mala muerte al costado de la carretera disfrazado de lugar para vivir.

Adentro, alineas tus estantes; todas las cosas que te han donado, despensa, dulcísimas intenciones. Dices que César cree que pronto estará disponible una unidad con cocina; yo digo que César debería saber que este lugar ni siquiera está en regla con los códigos legales de arrendamiento.

César no contesta mis llamadas.

Más tarde, me exhorto a soñar el momento en que el jarabe toque la lengua: cómo se sentiría si te concedieran el caso.

Pero yo sólo sueño con la carnicería. El jarabe no gotea de las heridas.

—¿Para qué es el frasco?—

—Panqueques, hotcakes—, me río. —¿También dejaron mezcla para la masa?—

Ahora te ríes tú. Ya usaste la mezcla: hotcakes en una hornilla en una no-cocina.

¿Quién iba a saber que el frasco de ámbar era para eso?

Tienes dolor de cabeza. Necesitamos conseguirle ese dinero a César para un último mes y luego encontrarte un lugar nuevo antes de que nazca el bebé.

Tu esposo no logra encontrar trabajo.

La pandemia trae nuevos fondos de beneficencia, nuevos programas, al menos podemos aplicar.

Cuando llamamos, nadie habla español. Furiosa, marco los menús y dejo mensajes, finalmente me devuelven llamadas y me doy cuenta, una vez más, que la ayuda realmente no es para ti.

Todo requiere un seguro. La forma en que la que la palabra se desliza por la lengua: seguridad.

Las cucarachas han infestado los muebles donados.

—¿Ninguno de los niños es ciudadano? —me pregunta la mujer de servicios sociales.—No—, le digo— pero ella está embarazada—. Me doy cuenta de que no me gusta compartir la noticia con esta mujer.

—Ese bebé podría ser su boleto de entrada—, dice ella.

Aprieto el puño, empiezo a sentirme inflamable.

Ahora no hay nada a qué ponerle el jarabe de maple.

Te sirves una cucharadita y la pruebas, te relames los labios y vuelves a colocar el frasco en el estante.

 

Miedo razonable

¿Qué significa que el miedo sea razonable?

Los legisladores deberían escuchar tus historias, te dicen. A estas alturas ya eres una activista.

Se necesita testimonio en contra de la norma propuesta. El Congreso necesita saber qué haría con las familias. No tienen mucha imaginación, al parecer.

Como si pudiera ser de otra manera.

Como si, una vez aprobadas, las leyes vivieran en los libros y no en los cuerpos.

De alguna forma, todavía es 2020.

¿Qué significa que la ira sea razonable?

“En caso afirmativo, explique detalladamente:

1. ¿Qué daño o maltrato teme?

2. ¿Quién cree que le haría daño o le maltrataría?

3. ¿Por qué cree que sería dañado o maltratado?”

Nunca te he escuchado indignada.

Escribes tu testimonio con letra clara y me envías una foto.

Hablas con los periodistas.

Hablas con los legisladores.

Probablemente no sabías que te pedirían que contaras “tu historia” tantas veces.

“Cuéntalo otra vez, D, dinos por qué no puedes volver, dinos por qué tus hijos no pueden vivir ahí. Cuéntanos qué te hicieron y qué te faltó y dónde estuviste y por qué te fuiste. Cuéntanos, dinos quién más, cuándo más, danos fotos si puedes. ¿Cuánto tiempo caminaste y qué oraciones pronunció tu boca?”

—Esto es un resumen. Complementaré este testimonio ante el tribunal—: casilla marcada.

“¿Nuevo Laredo o Piedras Negras?

¿Cómo se sintieron tus pies? ¿Qué decían tus hijos?”

“Espera aquí mientras lo consideramos”.

“¿Qué es eso? No, no puedes tener un permiso de trabajo mientras tanto".

 

Incendio

Los días se hacen lentos y en casa aprendemos nuevas ciencias: cucharadas de miel medidas en horas.

Tienes un departamento nuevo, finalmente, y la iglesia pagará la renta de los primeros meses. Incluso encontramos más muebles para poner adentro.

Lino de la pradera hinchado, pétalos y pistilos: con mis hijas peino las rocas con su pelaje recién crecido, manchadas de líquenes.

Para el verano, tú también te estás redondeando, radiante: tu primer lugar propio realmente. Los APARMENTS de César no contaban, estoy de acuerdo.

Cada día camino entre el chirriar de los grillos. En mis oídos el aguijón de la estática, la electricidad del fémur.

Mantenemos nuestra distancia midiendo la misma cantidad de metros bajo los cuales las personas quedan enterradas.

Tu nuevo lugar está 21 km al este y me pregunto si las aves rapaces, gritando, se deslizarán por tus cielos también.

Si mirarás los iris crestados, las rayas de tigre y las orugas retorciéndose en sus carpas de seda.

Unos meses después, nos ponemos las mascarillas y me das el recorrido, me preguntas cómo funciona el aire acondicionado.

Un abogado dice que te representará pro bono. No importa que no sea un abogado de inmigración: conoce los conceptos básicos y habla español.

Aprendemos que las facturas del médico que siguen enviando por cada visita, cada diente extraído, han sido un error.

—¿Cuánto costará que me operen?— preguntas. El doctor piensa que deberías ligarte las trompas de Falopio y tú estás de acuerdo. —¿Segura?—, te pregunto.

Creo que finalmente, tal vez, puedes exhalar.

Luego me envías una foto de un edificio carbonizado: —¿Conoces algún hotel barato?—

Al principio, no entiendo de qué es la foto: tu edificio de departamentos. Lo que las llamas y el humo no arruinaron, lo hicieron los rociadores.

Imagino el cerillo encendiendo fósforo en el vapor. ¿O era un encendedor, un cable, una estufa, una tostadora?

Las llamas acumularon calor suficiente para lamer y tragarse las cortinas. Pienso, ¿cuáles son las probabilidades?

Los vecinos iniciaron el fuego, no tú. Buenas noticias: como si necesitaran otra razón en tu contra.

Alguien más eligió lo que podías llevar contigo.

Mientras vives en el único hotel que recibiría a una familia de siete, lleno un carrito de compras con comida que no tienes que cocinar: sopas Maruchan en vasos de unicel, plátanos, cereales. A los niños les gustan los Cocoa Krispies, beben la leche con chocolate que sobra. Puse zanahorias por si acaso, aguacates.

Finalmente, regresas al sótano de tu hermana de la iglesia; esta vez cuesta más.

Paso a dejar la ropa de cama y las camisetas de lactancia, un rebozo portabebé de seda verde, del color del musgo cuando la primavera extrae los jugos de las montañas.

Pero a estas alturas no hay arroyos corriendo… todo el estado está en llamas.

Todos estamos asfixiados por el humo y tosiendo. Grizzly Creek, Pine Gulch, Cameron Peak, Williams Fork. La ceniza cubre nuestras gargantas y se asienta en ventanas y parabrisas. La luna se vuelve rosa, reflejando el fuego.

Se supone que debemos quedarnos adentro, pero camino por mi sendero habitual y no puedo ver las montañas por el humo. Las verduras de mi jardín están polvorientas, atrofiadas.

Contenemos la respiración y esperamos.

 

Parto

Tu cara empieza a perder pigmento: vitiligo.

En mi vecindario alguien instala un filtro de piscina que suena como un corazón latiendo, resonando a través de un Doppler fetal. Mantengo la noción del tiempo a su ritmo.

El médico te recomienda que no te pongas de pie. Mareos, cansancio, calambres.

—¿Cómo será allí?— En el hospital.

No hay nada que me guste más que compartir historias de partos, pero eso no es lo que preguntaste.

Di a luz en un hospital diferente, a unos cuantos kilómetros de distancia, en una habitación privada cubierta por un seguro privado con un plan de parto que nadie leyó.

Pienso en los médicos entrenados para no escuchar, incluso cuando hablan tu idioma.

—¿Puede entrar alguien conmigo?— preguntas. Han flexibilizado las normas, así que tu marido podrá entrar, al menos. —Pero tú has sido como mi familia—.

Quiero ir, pero de alguna manera, todavía es 2020.

Hemos encontrado más ropa para cubrir lo que perdiste en el incendio: moisés, botines, gorros.

—El bebé llegó con el azúcar baja en la sangre, el oxígeno bajo en la sangre también—, me dices en mensajes de voz soñolienta por WhatsApp. Te quedas en el hospital unos días más preocupándote por tus “otros bbs” en casa.

El corazón del filtro del vecino sigue latiendo, parece acelerarse y ralentizarse con los titulares de las noticias. Incluso las ardillas están inquietas.

Finalmente estás en casa, envías fotos: la cara aplastada del bebé, sus pequeños puños, sus espinillas curvas, sus hermanos sosteniéndolo con sonrisas chimuelas.

 

Lista de compras

Para cuando te mudas a tu segundo departamento nuevo unas semanas después de dar a luz tienes Covid pero no tienes comida ni utensilios de cocina:

Tortillas, huevos, leche

Agua embotellada

((Envías un mensaje de texto con una foto de una margarita rosa con aliento de bebé: cuando comprendes que Dios está contigo ya no importa quién está contra ti. ¡Buenas noches!))

Jabón para lavar platos

((—No tuve oportunidad de agarrarlo antes de que nos fuéramos—))

Uvas, plátanos, manzanas

Salchichas, tomate, papas

((Emoji con ojos de corazón; sticker animado de dos cachorros abrazándose))

Maseca para hacer tortillas

Sal, caldo, pimienta

((—¿Necesitas fórmula para el bebé?—

—Todavía tengo leche para el bebé. Toma cereal una vez al día, pero todavía tengo leche para el bebé—.))

Chiles, de los picantes

((—Tenemos mucho frío—.))

((—¿Medicina para tus síntomas?—

—Estoy tomando té con canela—.))

Cebolla, limón, ajo

((Sticker de un oso abrazándose a sí mismo que dice: un abrazo grandoooote))

 

Lkmmmm

Son tiernos, los moretones florecen de color púrpura-azul-marrón en mi rodilla, mi muslo: los conseguí moviendo muebles de nuestra casa a la tuya.

¿Alguien más piensa que es gracioso? ¿Que ahora las cómodas de tu recámara son las que tenían mis suegros en su recámara cuando vestían a su bebé que ahora es mi esposo y que tiene el mismo nombre que tu bebé, excepto que el de mi esposo se pronuncia con jota en inglés (yei) y el de tu hijo con jota en español? Cajones pesados de madera que se han movido de costa a costa y entremedio. ¿No? ¿Sólo yo? Tal vez “gracioso” no es lo que quiero decir.

Enviamos mensajes: —Me da miedo por lo de la corte— todavía no te han asignado una fecha. Te estabas moviendo tanto que le diste al Departamento de Seguridad Nacional mi dirección, pero no han enviado nada; ninguna información en línea; ninguna llamada, ni una sola moneda al aire.

Así que esperamos y tú preguntas por mis “preciosas bbs” y mi hija elige vestidos para las tuyas. Vestidos de mis sobrinas que pasaron a mis hijas que pasaron a tu hija. La forma en que estas cosas se mueven entre nosotras a medida que el tiempo se pliega sobre sí mismo.

En una visita, tu hija me entrega dos juguetes sin abrir: una Barbie de Pocahontas y un unicornio gordo con lentejuelas y pegatinas brillantes decorativas para su barriga.

El unicornio se unió a la colección de peluches de mi hija mayor que recubren el perímetro de su cama, cada uno con un nombre y un cumpleaños. A veces les da clases: clase de lectura, clase de magia. La miran con los ojos muy abiertos y leales mientras duerme.

Me envías emojis, stickers de dibujos animados en WhatsApp: ojos de corazón y te quiero, una belleza de cabello oscuro que sopla corazones.

“Lkmmmm”, sigues enviando en mensajes de texto.

Finalmente, pregunto qué significa.

—K la kiero mucho mucho mucho mucho—.

Te recuerdo que me llames tú y no de usted, pero no te acostumbras.

—Gracias por estar en mi vida—, dices en un mensaje de voz. —Gracias por estar en mi vida también—, te respondo.

Tu marido y yo cargamos los pesados tocadores en la furgoneta que compró y cuando llegamos a tu departamento estás bostezando y con los ojos soñolientos. Limpiaste el estadio la mayor parte de la noche y me hablas sobre el vómito, la cerveza derramada. Pero te gusta ver el hockey.

—¿Cómo se dice hockey en español?—, pregunto. —Hockey—, responde tu marido.

Patinadores de hielo, su deslizamiento suave. Dices que te gusta la forma en que gritan y se animan.

Los hijos mayores corren de un lado al otro del auto, cargando cajones.

Me paro en la sala de entrada mientras los otros niños juegan a mis pies, descargando bolsas de ropa y juguetes regalados. El bebé se inquieta en su asiento y me acerco a él: finalmente, por un tiempo puedo sostenerlo sin mascarilla, hacer muecas, no retraerme ante la baba transparente que se escapa de su boca desdentada hacia mi mano.

Dices que me estás haciendo tortillas: ¿estoy segura de que me gustan más las tuyas que las que se compran en la tienda? De nuevo, se me hace agua la boca.

Enrollas la masa en bolas que aplanas con tus palmas pequeñas, los dedos extendidos.

El bebé se aferra a mi dedo, tira de mi cabello.

Escucho el silbido del primer aceite en la sartén antes de que agregues los discos planos de masa.

Los otros niños y yo practicamos los colores empujando cuentas a través de un alambre curvo. —Verde, green, rojo—. —¿Cuál es éste?—, pregunto. —¡Yellow!—, anuncia tu hija con orgullo. —Amarillo—, agrega su hermano menor.

Me das las tortillas en una pila envuelta, todavía humeante.

Luego tomas al bebé y aprieto el cálido bulto contra mi pecho, agradeciéndote, agradeciéndote, agradeciéndote, mientras camino hacia mi auto y conduzco la corta distancia a casa.

Whitney L. Duncan (she/her/hers), profesora de antropología en la Universidad del Norte de Colorado, es una antropóloga médica y psicológica que investiga la inmigración y los dimensiones sociopolíticos, culturales y globales de la emoción y la salud. Su libro sobre la globalización de la práctica de la salud mental y el cambio cultural en México fue publicado en 2018 por Vanderbilt University Press, y actualmente está trabajando con otros miembros de Antropólogxs en red de acción para inmigrantes y refugiadxs en un volumen sobre acompañamiento antropológico.

Agradecimientos

Originalmente conocí a D a través de una investigación para un proyecto financiado por la Fundación Nacional de Ciencias (NSF), Investigación colaborativa: un estudio etnográfico de la diversidad en la implementación de políticas a nivel local (#1827397; colaboradora Sarah Horton). Gracias a Lauren Heidbrink y Kristin Yarris por su apoyo, solidaridad y sus valiosos comentarios sobre el artículo. Agradezco a Andrea bel. Arruti por su hermosa traducción.